Si la palabra Everest es la de mayor atractivo en el mundo de las montañas, los muertos de esta montaña es el tema más irresistible de conversación que trate sobre el techo del mundo. No es extraño, si se tiene e cuenta la cantidad de personas que han perdido la vida en esta montaña y lo truculento que resultan muchos detalles de estas muertes. Los datos más contrastados señalan que hasta esta temporada, inicios del mes de abril de 2013, habían fallecido en el Everest unas 240 personas. La cifra se ha quedado ya vieja.
Uno de los documentos que más sorprende a los novatos que llegan al Nepal con la intención de ascender un ochomil es el denominado 'Body disposal form' (algo así como el formulario de disposición del cuerpo), un impreso que se firma como si se tratase del contrato del cocinero de la expedición. Aunque es bastante diferente. Por el mismo, el alpinista elige qué hacer con su cuerpo si durante las siguientes semanas muere en la montaña. Basta con poner una cruz en una de las tres casillas. La primera significa dejar el cadáver en la montaña, la segunda, retornarlo a Katmandú y la tercera regresarlo a casa.
El documento data de los 90, momento en que el alpinismo de alta cota del Himalaya se masifica. Antes de aquellas fechas, cuando alguien moría, si el cadáver estaba en un lugar accesible era rescatado, si no quedaba allí para siempre, sin que esto escandalizase a nadie de la comunidad montañera. Dada la naturaleza del terreno, la mayoría de las personas que han muerto en el Everest (y en el resto de grandes montañas del mundo) permanecen allí.
Cadáveres como señales
El que haya varios muertos esparcidos a lo largo de las rutas normales de la montaña y que los aspirantes a la cima pasen ante ellos o, incluso, como ha ocurrido en el pasaje del segundo escalón, en la arista norte, prácticamente se hayan tenido que apoyar en ellos para subir. O, como ocurre con el conocido como 'Botas verdes', un cadáver así llamado por el color de sus botas, que se utilice como referencia. «Quedan tres horas de subida hasta Botas verdes», por ejemplo, son hechos con connotaciones bastante truculentas.
El lugar está en la arista sur, en el camino habitual de subida al Everest. Se trata de una pequeña oquedad situada a 8.500 metros ante la que se pasa y donde en 1996 falleció por agotamiento este alpinista indio llamado Paljor Tsewang. En el mismo punto se refugió en 2006 el británico David Sharp, en su bajada de la cumbre, adonde llegó la víspera al anochecer. Había agotado su provisión de oxígeno embotellado y estaba exhausto tras pasar una noche heladora a la intemperie. Ante él pasaron al menos 40 alpinistas rumbo a la cima al amanecer siguiente. Excepto alguna indicación, nadie hizo nada por socorrerle. Sólo el sherpa Dawa intentó levantarle, dándole unas bocanadas de oxígeno artificial, pero fue inútil dado su agotamiento.
La cumbre antes que una vida
Entre los que subían estaba el neozelandés Mark Inglis, que aquel día se convirtió en el primer amputado de ambas piernas que subió al Everest. Cuando llegó a la altura de Sharp se lo comunicó por radio al jefe de su agencia, el también neozelandés Russell Brice, afamado alpinista y gran conocedor de la montaña más alta de la Tierra, quien desde el campamento base le contestó: «Amigo, no puedes hacer nada. Él ha estado allí muchas horas sin oxígeno. Él está realmente muerto».
Todos continuaron hacia la cima y dejaron abandonado al británico, que murió al poco tiempo. Nadie duda de que con el concurso de los que subían, David Sharp podía haber sido evacuado, pero si hubiera sido así, quienes hubiesen participado en el rescate se habrían quedado sin subir al Everest. Nadie quiso cambiar su posibilidad de triunfo por una vida humana. El neozelandés y primer conquistador del Everest, Edmund Hillary, fue especialmente duro con esta actitud, denunciando algo de sobra conocido en la comunidad montañera: «Subir al Everest se ha convertido en algo horrible. No les preocupa en absoluto dejar a alguien morir tirado bajo una roca. Su prioridad es llegar a la cima y anteponen su satisfación personal a la supervivencia de un semejante».
Las crónicas desbordan relatos de semejante calaña, como los alpinistas que llegaron al campamento tres de la cara Norte, a 8.300 metros de altura en una ladera inclinada, sin apenas plataformas horizontales. Plantaron la tienda en el único sitio que encontraron: sobre otra destrozada que había quedado allí de la temporada anterior. A mitad de la noche, uno de ellos, incómodo porque se estaba clavando una piedra, removió el suelo hasta que dio con lo que le molestaba, tras coger la pretendida piedra, comprobó que era un brazo que estaba dentro de la vieja tienda.
Morbo y amarillismo
Hasta siete cuerpos resultan visibles en la ruta normal de la cara norte, más letal que la cara Sur si atendemos a lo que señalan las estadísticas. En la ruta nepalesa hay al menos otros cinco, aunque son menos visibles. La mayor presencia de sherpas en este lado ha posibilitado retirarlos a lugares apartados y semienterrarlos en oquedades o colocarles algunas piedras por encima para ocultarlos de la vista. A pesar de eso, son visibles en el último tramo de la escalada, a partir de la llamada Balconada y en el entorno de la cumbre sur, a 8.750 metros de altura.
El morbo supera al respeto y la sensibilidad, de manera que los medios se dejan arrastrar por un amarillismo ante el que sucumbe su público. Para comprender el porqué se producen estos hechos deben conocerse las circunstancias extremas de estas montañas y las dificultades que suponen bajar a un muerto desde aquellas alturas.
Rescatar un cuerpo desde allí arriba exige la participación de, al menos, media docena de sherpas (los occidentales están menos capacitados para participar). Si el cadáver está por encima de los ocho mil metros, se tardaría un mínimo de cinco días, con el consiguiente riesgo para los rescatadores. Aparte de ello, la repatriación supone un gasto nunca inferior a 25.000 euros. La evolución de los helicópteros y, sobre todo, de su pilotaje en alta cota ha hecho más o menos habituales los rescates del campamento 2 a 6.200 metros. Siempre por la cara sur, ya que las autoridades chinas no permiten el vuelo de estos aparatos dentro de su territorio.
Pero esto sólo es posible para aquellos muertos que quedan a la vista, la mayoría se despeña, cae a una grieta o se precipita por abismos de tres mil metros, desapareciendo su cuerpo para siempre entre los hielos.